Esta es la última vez que te escribo.
Te escribo para dejar en las teclas las llamas que cargan mis dedos.
Las llamas que cargo en mi pecho.
Te escribo, por última vez para vaciar un mínimo de lo muy, muy enojada que estoy.
Estoy bastante enojada, y estoy bastante harta.
De tu tibieza.
De tu pretexto para el desapego.
Carajo, llevas a penas 4 meses conmigo, 3 si somos sinceras y ya no lo soporto.
Es como hablarle a la pared esperando respuesta.
Debo ser sincera y acotar, que no es tu estado el que me enoja.
No es acaso tu depresión/confusión/masoquismo/desesperación e inmadurez las que me enervan,
sino tu tibieza, tu falta de coraje para decir las cosas.
Es que me enoja que no seas sincera.
Que te escondas tras un muro para poder decir a cuenta gotas lo que en verdad piensas o sientes.
Que no aprendas que hay mundo delante de ti misma.
Que no veas que hay alguien delante de ti. Que estoy yo ahí en frente.
Que me echaste así como así de tu vida, que no abriste los ojos por dos semanas, aunque yo te lo pidiera. Que te perdiste un lunes en que te necesitaba, un martes que lloré incesante, un miércoles que te recordé hora tras hora, un jueves en que aventaba felicidad al aire, un viernes en que nadie sostenía mi mano. Te perdiste de todos los momentos en que dijiste que estarías.
Me perdiste, desde la primera semana me perdiste, la segunda, bueno, ya sólo solté las palabras que tú no dirías.
Descanso.
Es esta la última vez que te escribo.
No soy niñera. No soy monje. No tengo una paciencia de santo, y sobre todo, bajo ninguna circunstancia, permito que mis sentimientos estén al borde por alguien a quién poco le importa el estado de los mismos.
Jamás alguien me había hecho sentir tan poco querida.
Se que no es tu intención, pero la ignorancia no exime responsabilidades.
Ignorante te aislaste, ignorante te dejo.
Te dejo.
Estoy enojada, sobre todo, porque me dueles, y porque evidentemente confié en ti.
Me tenías en tus manos, y decidiste cerrarlas.
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