jueves, 25 de agosto de 2016

Qué lastre esto de la comunicación.
Qué lastre esta gente que piensa que tiene derecho a saber todo de mí, a juzgarme si no comparto algo.
Me preguntó con una cara que no dice otra cosa sino "te estoy juzgando",
me preguntó con los ojos clavados en la decepción "¿qué te pasa?"
y yo respondí "¿qué te pasa a ti?" casi como si fuera un juego de copiarnos.
¿Por qué no me dices? ¿Qué pedo contigo?
y la mirada sigue ahí, como si su desaprobación fuera a herirme
y en consecuencia fuera yo a soltar la sopa.
No.
No la suelto.
Mis pensamientos, mis actos, mi vida, mi cuerpa. ES MÍA.
Para mí, no para compartirla.
No para tu entretenimiento o cuestionamiento.
Para mí.
Y si no quiero, no la comparto.
Mierda ¿qué tan difícil es entenderlo?


Hubo un tiempo
en que me inventé un lenguaje
hablaba con las manos
y con las imágenes,
de pronto dejé de pronunciar palabras,
primero las esdrújulas,
inicié perdiendo la voz de a poco,
algo de tos y gripa,
silencios prolongados, autorecetados.
Hubo un tiempo
en que las cosas imperfectas se volvieron adorables,
en que podía mirar y hacerme entender.
Un parpadeo, pájaros y árboles,
dos parpadeos, toman mi mano.
Me recostaba en el pasto y sentía la tierra escalarme
enterrarme aún cuando no lo pedía,
de pronto había ceniza en mis cuadernos.
Hubo un espacio y tiempo en que me corté la lengua
con espinas de rosas,
y me sangré la boca callando los miedos.
Cerré los ojos olvidando el cielo y junté las manos
pidiendo a mis escombros un último chance.
Una última oportunidad: vivir sin cenizas, andar sin titubeos, temblar sólo de risa, no volver a enraizarme.